José M. Murià
Acepto, pues, de antemano, el calificativo de hablador con la mayor humildad y contrición. Sin embargo, permítaseme exponer dos argumentos que me excusan un poco, pues los considero muy por encima de la ética académica: la amistad de un hombre admirable (un gran jalisciense) y el gran cariño que profeso a Puerto Vallarta y su región.
De muchos es sabido que, cuando se trata de venir a “este bello puerto”, soy como una mula dispuesta a “pagar para que la alquilen”. Pero en este caso, si bien el tema de la llamada “raicilla” me es poco conocido, considero que resulta de importancia en aumento para esta sierra y la costa que le corresponde.
La raicilla puede llegar a ser, incluso pronto, una importante fuente de riqueza para los habitantes comarcanos que han quedado al margen del desarrollo turístico. De hecho, hoy día su valor es ya creciente.
De esta manera, cuanto diga a su favor pretende más que nada ayudarla aunque sea solo un poquitito.
También debo tomar en cuenta que es muy escaso lo que se sabe del pasado de este aguardiente de primera categoría y, tal vez, hablando de él podamos lograr que se despierte un poco de entusiasmo por saber más de sus orígenes, de su historia y de sus posibilidades y, por ende, contribuir un tanto a la noble causa de su desarrollo.
Pero hay algo más, como apunté, que se relaciona con un valor que siempre he considerado sagrado: la amistad.
En este caso se trata de la ya añeja fraternidad y complicidad de este servidor con el señor ingeniero Jorge Dueñas Peña, misma que nació precisamente cuando él hacía sus primeros pininos en favor de la raicilla de la sierra, que se acabó convirtiendo simbólicamente en “ÁguilaReal” y, hasta la fecha no ha dejado de derramar algunos recursos por estas montañas de Dios y de abrir brechas en el mercado nacional e internacional.
Tal vez sea poco lo que se ha logrado, pero es mucho más que nada y ha quedado diáfanamente establecido que Jorge es el auténtico precursor de esta nueva vida de la raicilla en pos de su dignificación y propagación.
Recuérdese y acéptese que en el pasado y, también, aunque mucho menos, en el presente la raicilla ha sido vista con poco aprecio. Así somos a veces algunos mexicanos pomadosos, pero también es verdad que los hay quienes saben rectificar cuando se dan cuenta del error.
Si he violado, pues, una norma de ética y de la ortodoxia historiográfica, ha sido también, en muy buena medida, para tributarles un sincero homenaje a mi amigo y a los que, como él, están batallando para fabricar más y mejor raicilla.
Mi primera experiencia raicillera no la olvidaré nunca. Bien presente tengo todavía cuando, hace casi medio siglo, en un comedero de El Tuito me sirvieron una generosa cantidad del dicho aguardiente en un vaso bastante largo.
Como he sido bebedor de tequila, constante aunque no abundante, desde hace casi sesenta años, me sentí con capacidad suficiente para apurar un buen trago después de una larga jornada por las brechas de Cabo Corrientes.
La sensación fue de una bomba que me cayó en el estómago y, al explotar, las ondas expansivas llegaron hasta lo más recóndito del cerebro, dejándome en la antesala del knockout… Comprobé en carne propia lo que se dice de “que es más fuerte que el tequila”. Creo que me mantuve en pie no tanto gracias a mi entereza, fortaleza o lo que fuera, sino al caldito de pescado que también me habían puesto enfrente.
Poco después, a sorbos muy pequeños, integrando el paseo por la boca con la respiración, como es debido degustar todas las bebidas de calidad, apuré todo el vaso aquel y otros más, pero, eso sí, haciendo honor a toda la comida que me pusieron enfrente, por cierto que magnífica también…
Habiéndole agarrado el modo me convertí en un habitué cada vez que andaba por estos lares, de tal manera que, años después, penetrando en los parajes que median entre Mascota y la antigua población de Oxtotipac (“Lugar de Cuevas”) hoy conocida como San Sebastián del Oeste, se me ofreció también degustar la famosa raicilla de allá arriba y fui muy bien visto gracias a que acaté todas las formas que ordena el ritual.
Lo cierto es que, entre la maña de la experiencia y que allá arriba se compadecen más del bebedor y la graduación es un poco más baja, mi amorío con la raicilla se trasladó fácilmente a las alturas, donde, por cierto, me parece percibir que es más aromática.
Se dice, en efecto, que hay diferencias entre los agaves llamados inaequidens, valenciana y maximiliana de las alturas y los angustifolia y rhodacantha de las tierras bajas, sin que se pueda establecer de ninguna manera que unos sean mejor que otros.
Alguien que se reputa de experto en la materia dice que si la raicilla “proviene de la sierra suele tener un sabor más cítrico”. En cambio, si su origen es en la costa, “priman los sabores a pimienta, minerales y frutas tropicales”. Otro autor ahonda más en la raicilla de la sierra, agregando que, a parte del sabor “cítrico”, se deja sentir la madera, la tierra mojada, la pimienta y las hierbas.
Confieso que mi paladar aventurero y de la finura el papel de lija no llega a tanta sofisticación.
Tampoco puedo constar que sea afrodisíaca per se, como dicen algunos manuales.
No en vano dice un poeta del tequila que, al fin y al cabo, es también aguardiente de agave:
Hace al amante diestro. Afina a aquel que canta.
Si andas débil de cuerpo tus ánimos levanta
Te da firmeza y brío de amor en las batallas…
Lo que sucede, a lo mejor, es lo mismo que pasa, según el poeta cubano Virulo con el ron y otras bebidas: en la medida que van pasando los tragos, va uno viendo a todas las mujeres más guapas y sugerentes.
Aunque hay algunos entusiastas indigenistas que aseguran la existencia de bebidas destiladas antes de la llegada de los españoles, lo cierto es que sus argumentos son poco convincentes y las pruebas aún menos.
Se habla de unos alambiques prehispánicos que en realidad no son más que vasijas para calentar el agua y la aseveración de que hubo “tabernas” o tahonas primitivas propiedad de indígenas, lo único que muestran es que, a fines del siglo XVI, varias décadas después de la conquista, en terrenos remontados y poco accesibles para los europeos hubo en efecto aborígenes que elaboraron aguardiente con base en el mosto obtenido de diferentes variedades de mezcal.
Ello es cierto: en el occidente de México, por ejemplo, sabemos de una “fábrica” con tres o cuatro tinajas y una tahona o molino “chileno” cavadas en la roca. En ella evidentemente se hacía mezcal destilado en alambiques de barro, tal como se hizo y todavía se hace en algunos lugares de Oaxaca.
Lógico es que el aguardiente se produjera a escondidas en América ante la prohibición expresa de las autoridades españolas, so pretexto de que los indios no se embrutecieran, aunque lo cierto era el deseo de proteger el consumo del aguardiente originario del sur de España.
De esta manera, en algunos lugares, como el occidente mexicano, hubo destilerías muy rústicas en lugares apartados a los que prácticamente solo los indios y españoles poco obedientes de las leyes tenían acceso.
Recientemente se han hallado en Colima y el sur de Jalisco pruebas de destilación en unos alambiques llamados “filipinos” –igual que los raicilleros- que, probablemente fueron copiados del sureste asiático después del primer viaje de ida y vuelta que logró Andrés de Urdaneta en 1564. Son pues indios los fabricantes, pero posteriores a la Conquista.
En consecuencia, sigue siendo válido, el aserto de que el mezcal, entendido como la destilación del mosto que se obtiene de cualquier tipo de agave es un producto completamente mestizo.
La materia prima es oriunda de la América templada y la técnica la trajeron los españoles anhelantes de echarse buenos tragos, pero había sido introducida en Europa, procedente del mundo árabe, por el catalán Arnau de Vilanova a fines del siglo XIII o principios del XIV.
Carecemos de información precisa del establecimiento de los primeros alambiques en el occidente de México, aunque hay noticias de que, con el nombre de mezcal (en náhuatl “lo que se cuece”) los hubo ya en la segunda mitad del siglo XVI.
Sin embargo, del acontecer en esta sierra del estado de Jalisco donde, valga la expresión, la “raicilla” tiene muy bien enterradas sus raíces, es muy poco lo que sabemos en todos sus aspectos. Fue una tierra cuya configuración y la marginación por no ser lugar de paso, la mantuvo muy poco comunicada y, además, los propios españoles que la habitaron procuraban que las autoridades metropolitanas supieran poco de ella, a efecto de poder hacer lo que les diera la gana.
La razón, como había sucedido en otras partes, era ocultar beneficios y reducir el pago del famoso quinto real de lo que produjeran las minas.
Aunque, en 1621 el cura de Tepic, Domingo Lázaro de Arregui hizo un recorrido por toda la Nueva Galicia, incluyendo una visita a nuestra sierra. Creo que a la costa no llegó. Gracias a su periplo da fe de una abundante explotación argentífera en la entonces denominada Alcaldía Mayor de las Minas de Oxtotipac, entre las que destacaba la del Real de San Sebastián que, con el tiempo, le dio nombre a la jurisdicción y a la población que fue su cabecera.
No es descarriado suponer que los mineros se las ingeniaran para conseguir aguardiente y nuestra raicilla debe haber hecho acto de aparición, pero la ausencia de noticias en la descripción de Arregui, la más minuciosa del siglo XVII, permite la conjetura de que por su prohibición las “fábricas” de la después llamada raicilla estaban muy bien disimuladas.
La marginación de toda esa sierra seguía siendo un hecho. Se reporta que los caminos eran “penosos y casi intransitables”. Parecía interesar solo para sacar metal, pero éste no era tanto como para atraer a mucha gente. La descripción de José Menéndez Valdez, de 1793, nos da fe de que el nombre de la jurisdicción y de su cabecera había dejado de ser Oxtotipac. Ahora era San Sebastián.
Menéndez reporta igualmente varios reales de minas definidos como “atrasados y de poca consideración”: San Sebastián, Los Reyes, Jolapa, Real de Santiago y Real de Arriba de Oxtotipac. Habla de algunas pocas cosechas y de que la mayoría de los productos necesarios eran proporcionados por Amatlán de Cañas y Mascota. Del aguardiente de marras ninguna noticia tampoco.
Sin embargo, de no haber habido producción de una bebida como ésta, tan ligada a las zonas mineras, ¿a qué se deben las reiteradas prohibiciones del aguardiente nativo por parte de las autoridades españolas, desde el mismo rey hasta las audiencias y otros tribunales? aunque, también es cierto que algunos aguardientes, como el “vino mezcal de Tequila” fueron autorizados ocasionalmente con el fin de cobrar la contribución en los estancos correspondientes.
Lo que es evidente es que la autoridad poco podía hacer para evitar su fabricación casera o en tabernas pequeñitas ubicadas en lugares recónditos.
Favorecía, supongo, el hecho de que los pequeños agaves que daban vida a lo que hoy llamamos “raicilla” crecían de forma natural y espontánea, con lo cual puede sustentarse que estuvieran bien integradas a todo el ecosistema.
Ha sido tal la espontaneidad de la raicilla que, según tengo entendido, su crianza y domesticación por el hombre es un hecho relativamente reciente. Al mismo tiempo, su desarrollo disperso dificultaba el establecimiento de tabernas de mayor formalidad y tamaño. Es posible que algunas o la mayoría de ellas, durante mucho tiempo, se hayan instalado en las cercanías de los diferentes habitáculos de las plantas y convenido mudarlos una vez que ya eran éstas debidamente aprovechadas.
De ahí, claro, la dificultad de mejorar el sistema de producción hasta épocas relativamente recientes.
Con la Constitución de 1824, que organizó el recién creado Estado Libre de Xalisco bajo el criterio federalista, San Sebastián quedó comprendido en el segundo departamento (encabezado por Mascota) del Sexto Cantón, con cabecera en Autlán. En la descripción que hace de cada departamento Victoriano Roa, se da la más antigua señal que yo he encontrado de la raicilla en esta rápida pesquisa, se refiere a mezcales del vasto ayuntamiento de Tomatlán “de que se saca un regular vino”.
El hábito a llamar “vino” a cualquier bebida alcohólica es antiguo entre los jaliscienses, de manera que podemos suponer que se trata de “raicilla”.
No me parece seguro decir que la palabra “raicilla” se usara ya en la época colonial a efecto de evitar que las autoridades supieran que era aguardiente. De otro modo, Roa lo habría seguramente detectado, máxime que en esa época ya no estaba prohibida la destilación…
Abonan a esta idea de que el nombre no se había establecido aún, un par de documentos que Jorge Dueñas halló en el archivo de San Sebastián, mismos que se refieren a este producto como “vino mezcal”.
Menos referencias aportó Manuel López Cotilla en el libro que se le atribuye sobre el Departamento de Jalisco, preparado en 1842. Igual ausencia se produce en la Estadística de Jalisco de Longinos Banda (1854-1863). Dado el detalle con que este ilustre colimense contabiliza la entrada de productos a Guadalajara, podemos al menos asegurar que la raicilla seguía siendo de consumo local en la sierra.
No deja de obscurecer el panorama que el voluminoso Ensayo Estadístico del Estado de Jalisco, de la autoría de Mariano Bárcena, uno de los estudiosos más destacados del siglo XIX, no obstante lo profundo de su trabajo y su interés marcado sobre la producción de aguardiente en general, no hace mención alguna de la raicilla.
Bárcena hace un minucioso recuento de la producción agrícola de toda la región que nos interesa: Mascota, Talpa, Tomatlán, Guachinango, San Sebastián y Atenguillo… y nada de lechuguilla o de agaves. Asimismo, si bien habla de 37 fábricas de mezcal en el Cantón IX, con cabecera en Ciudad Guzmán, y 49 en el Cantón XII (de tequila), del cantón X, que es elencabezado por Mascota, con las jurisdicciones ya señaladas, dice simplemente que tiene 7 molinos de trigo y 19 de caña.
Pero una lucecita aparece en el horizonte cuando dice que en el dicho décimo Cantón, entre otras cosas, hay una producción anual de 70 barriles de “de aguardiente de mezcal o vino tequila”.
Comparado con los 3,900 barriles de lo mismo que se producen en el Noveno Cantón y, sobre todo, los 34 mil que emergen del Cantón de Tequila (el XII), 70 barriles son una miseria, pero constituyen la primera muestra fehaciente de lo que se hacía en la sierra, además de que la cifra de 70 barriles queda en entredicho si se piensa que la mayor parte de la elaboración no debió reportarse por lo cerril del sistema productivo.
Se dice que la producción actual es de unos 100 mil litros cada año, aunque puedo asegurar que es en realidad más porque no ha dejado de haber producción “casera”. De ello puedo dar fe yo mismo. En la casa de ustedes hasta ayer, por lo menos, había un par de botellas de “Águila Real” y casi media botella que elegantemente mis amigos borrachotes denominan raicilla sousterre (“bajo la tierra”). Obviamente sin etiqueta alguna y en un envaso heterodoxo, por no decir “chafa”.
Según mi andariega memoria, que bien puede fallar, esta nueva etapa llamémosla “moderna” de la raicilla se inició al comenzar los años noventa del siglo pasado, cuando Jorge Dueñas decidió dejar de correr mundo y volver a su solar nativo.
Un buen día tuve el gusto de recibirlo en mi oficina de El Colegio de Jalisco y escuchar su sueño de hacer de esta bebida un producto de gran categoría y proyección internacional. Ahora, dos décadas después, y habiéndome encontrado dicha bebida varias veces fuera de México y en mesas de postín, puedo proclamar que va por muy buen camino. ¿En qué podía ayudar este servidor que solamente dirigía un centro de investigaciones y de docencia superior? Supongo que clamando a favor de ella a los cuatro vientos y dándole cobijo en los actos sociales de la Institución.
Las actividades públicas de El Colegio, conferencias, mesas redondas, exposiciones, cursillos, etc. culminaban siempre con una modesta taquiza y el ofrecimiento de una, dos o tres copitas de tequila. Procurábamos, en efecto que fueran chiquitas… Le llamábamos “tequila de honor”. Era un alarde mexicanista que seleccionaba muy bien la bebida que se escanciaba por su calidad y la nacionalidad de sus dueños.
Pues bien, a partir de aquella entrevista con el Ing. Dueñas, de la que nació una férrea amistad, procedimos a anunciar irremisiblemente en cada actividad, que habría “tequila y raicilla de honor” y pregonar a los cuatro vientos las bondades de ambas bebidas hermanas.
Hubo, por supuesto, más acciones, como el caso de organizar actividades en el mero San Sebastián que no perdían la oportunidad de propalar las bondades de la raicilla, independiente de la que distribuíamos en Guadalajara entre gargantas estratégicas.
Su empresa circula bien, mas por la misma carretera ya van otras que contribuyen a darle cuerpo a la industria raicillera.
Otro paso importante fue la creación del Consejo Mexicano promotor de la Raicilla, que tuvo lugar, si no me equivoco, el último año del milenio anterior: julio de 2000.
Sin embargo hay que estar alerta. Empieza tímidamente a ocurrir lo mismo que sucedió con el tequila cuando, al mediar los años ochenta del siglo pasado, empezó a interesar a mucha más gente y de mayor nivel económico, ya apareció en torno a la raicilla una parvada de aves depredadoras o roedores de la peor estofa, con ánimo de medrar.
Por un lado hay que conseguir la famosa denominación de origen antes de que sea más complicado. De esta manera no se podrá fabricar fuera de la región ni con productos ajenos a ella.
También sería bueno que el uso de su nombre y de sus cualidades sea potestad de los propios productores.
En el caso del tequila, por ejemplo, se han inventado no sé cuantas agencias, academias, colegios, etc., que sisan sin hacerle ningún bien, del mismo modo que aparecen seudo estudiosos que pontifican con más imaginación que ciencia.
Por lo que hace al tequila, un caso escandaloso es el de un tal Cirilo Oropeza, que se reputa, ¡ojo!, master destillier…
Dice el sujeto que “todos los historiadores coinciden que el tequila nació el año 1500, d.c.”. Lo malo es que ésta no es una excepción. Con qué facilidad dice “todos los historiadores…”
Otra soberbia estupidez, difícil de superar, del sujeto de marras en su manual “Lo que hay que saber sobre el tequila” es cuando afirma que “entre los aztecas, el tequila era consumido sólo por jerarcas y sacerdotes en eventos religiosos y festividades”
Otro sabio pontifica que “el origen de la raicilla se registra en el siglo XVI…” Este es más hocicón que yo, porque registro fehaciente no se ha hallado ninguno. Es una suposición basada en la existencia de yacimientos minerales. Luego se arma una confusión entre la lechuguilla –que es el nombre genérico de la planta de la que se saca la raicilla, dizque porque parece una lechuga– que se produce “mayormente en Chihuahua y Sonora”, pero se encuentra en ciudades como Mascota, Talpa, Etzatlán, Atenguillo, San Sebastián del Oeste, El Tuito, Cimarrón el Chico… y agrega también: Hostotipaquillo, que queda en casa del demonio: ha de haber visto Oxtotipac y pensó que era el mismo…
Una frase buena más: “La raicilla se ha disfrutado desde el siglo XVI y el primer destilado se comenzó a principios del siglo XVII…
Una más: “de acuerdo a las fuentes históricas esta bebida se comenzó a producir desde el año 1600…” ¿Cuáles fuentes?
Son asertos sacados de internet, sin firma, que pone en entredicho la validez de esta fuente de información…
Comoquiera, debemos reconocer que no todo es malo en este medio. Me gustó el último de los comentarios del que incluyo una buena parte en homenaje a su prudencia y sensatez.
No todo en Jalisco es tequila o mezcal. En algunas de las regiones del estado existe una bebida tradicional que es orgullo de los jaliscienses: la raicilla. Su proceso de elaboración es una receta guardada celosamente, aunque muy similar al del tequila. Sin embargo, la tradición no se detiene ahí. El envasado es algo crucial, pero lo más interesante es la manera en que se combina para formar toda clase de remedios naturales. Primero hablemos de su elaboración. Se extrae de una clase de agave conocida como lechuguilla. Para aprovechar dicha planta, se requiere un periodo de espera de ocho años; en lo que alcanza la etapa de madurez. Pasado ese tiempo, se le corta el quiote –flor, en otras palabras– y las hojas. Luego se cocina en un horno de piedra, que se elabora rústicamente en la tierra cavando un hoyo para introducir leña, las piedras y el corazón de la lechuguilla en él.
Cuando el corazón ya está cocido, es retirado del horno y machacado para que puedan depositarlo en un contenedor de madera. Ahí permanece durante cinco o seis días, en espera de su fermentación. En cuanto está fermentado, se somete a un proceso de destilación similar al del tequila. La diferencia es que el producto final es una bebida cristalina, más transparente que el agua y con 65 por ciento de grados de alcohol.
Aunque no genera resaca ni los efectos molestos de otras bebidas alcohólicas; la raicilla es fuerte y debe tomarse con estilo. Se toma un trago cerrando los labios, se deja pasar por la garganta, luego respiras por la nariz y abres la boca para exhalar. Así es como se aprecia su verdadero sabor.
No dejemos que ignorantes, pillastres y aprovechados metan sus nocivas narices. Hagamos nuestra la mala experiencia del tequila para que los beneficios de esta bebida redunden en favor de quienes lo merecen: los pobladores de nuestra querida costa y de esta entrañable sierra.
También queda claro que hay mucho por escarbar, pero que debe hacerse con seriedad, no nada más para darle juego a la lengua como ha hecho este servidor, aunque lo único que he tratado de hacer es poner a la disposición de ustedes, queridos amigos, lo que se sabe de la raicilla, como punto de partida para ir en pos de lo mucho que deberíamos saber.